San Francisco de Asís y el Evangelio


Advertimos al lector que, del amplio aparato de notas que lleva el libro, aquí suprimimos muchas de ellas, así como las numerosas referencias bibliográficas.

I.- Los discípulos de San Francisco hablan de una mudanza en la vida de su Maestro, a la cual llaman su conversión (cf. 1 Cel 21; 2 Cel 2; RCl 6). Con ello quieren ante todo significar sencillamente el paso de Francisco de la vida mundana a la vida ascética, del mismo modo que entre los monjes de Occidente era siempre designado con el nombre de conversión el ingreso en una Orden religiosa. Ahora que con este cambio de profesión iba unida una completa transformación en la personalidad de Francisco, según lo refieren detalladamente los Tres Compañeros y Tomás de Celano (1 Cel 3-22; 2 Cel 3-14; TC 3-25). El mismo Francisco llegó a designar como vida de pecados todo el período de su vida anterior a su conversión, en oposición a la vida evangélica de penitencia que hizo después (Testamento).

Y sin embargo su juventud no había sido tan mala. Un hombre de un nivel ordinario no hubiera visto en ella una amonestación a volver en sí y menos a convertirse. Sus pecados se reducían a sentimientos y actos demasiado mundanos. Su alegre natural se desbordaba en locas diversiones y en sanos placeres juveniles. Su corazón y su fantasía estaban llenos de los cantos de los trovadores ambulantes, de las canciones de gesta, fábulas y serventesios provenzales. Le gustaba recorrer las calles de su ciudad natal al frente de la "áurea" juventud y ser festejado como rey de la juventud, usar preciosos vestidos y dar espléndidos banquetes a sus camaradas (1 Cel 1-3; TC 1-2). Estas eran las faltas cometidas en la primavera de su vida, de la cual dirá más tarde: «Cuando estaba en pecados...» (Testamento).

Y aun en estas sombras se descubren ya rayos luminosos que dejan traslucir sus buenas cualidades naturales y las gracias sobrenaturales con que Dios lo había prevenido para su futura vida evangélica.

En primer lugar hay que citar la pureza jamás enturbiada de costumbres. Sus más íntimos compañeros atestiguan de él: «Era como naturalmente cortés en modales y palabras; según el propósito de su corazón, nunca dijo a nadie palabras injuriosas o torpes; es más, joven juguetón y divertido, se comprometió a no responder a quienes le hablasen de cosas torpes. Por todo esto corrió su fama por toda la provincia, y muchos que le conocían decían que llegaría a ser algo grande» (TC 3; cf. 2 Cel 3). «En parte alguna -escribe H. Tilemann- se encuentran síntomas de que Francisco hubiera pasado esta época de su vida con la conciencia vulnerada».

A esto se añade el menosprecio de las riquezas. Como hijo del comerciante en paños Pedro Bernardone, nació Francisco y fue educado en una familia muy bien acomodada. Llegado a la juventud tomó él mismo parte en el negocio de su padre con éxito muy lisonjero. Pero tenía, según advierte Tomás de Celano, una cualidad muy impropia de comerciantes; y era el ser demasiado generoso y pródigo: «Cautivaba la admiración de todos y se esforzaba en ser el primero en pompas de vanagloria, en los juegos, en los caprichos, en palabras jocosas y vanas, en las canciones y en los vestidos suaves y cómodos; y aunque era muy rico, no estaba tocado de avaricia, sino que era pródigo; no era ávido de acumular dinero, sino manirroto; negociante cauto, pero muy fácil dilapidador» (1 Cel 2). A manos llenas gastaba dinero para sí y para sus amigos, de tal modo que sus padres le reprendían con frecuencia diciéndole que derrochaba tanto y con tanta ligereza, como si fuera hijo no de un comerciante sino de un grande príncipe (TC 2).

Poseía finalmente unos sentimientos genuinamente caballerescos, a los cuales hacen continuamente referencia sus biógrafos. Esa misma liberalidad hasta el exceso, de que acabamos de hablar, era en Francisco un rasgo caballeresco. También el papel de jefe, que sus compañeros le concedían en sus fiestas juveniles, es un indicio de espíritu caballeresco, siempre ganoso de honras y distinciones. Pero donde más se descubrían esos sentimientos era en el irresistible afán que impulsaba al joven Francisco a emprender acciones militares, que exigían grandes esfuerzos y ponían en juego la sangre y la vida. Así, joven de apenas 20 años tomó ya parte en la feroz lucha entre Asís y Perusa, cayendo en ella prisionero con muchos de sus compañeros de armas. Durante el tiempo de su prisión aventajó en ánimo y bríos caballerescos a todos sus compañeros de infortunio, pues mientras éstos se hallaban abatidos por su cautividad, que duró un año entero, él no pierde un momento su buen humor y aun se burla de la cárcel y de las cadenas; y como sus compañeros le reprendiesen por ello, les respondió alegremente: «¿De qué creéis que me alegro? Hay aquí escondido un presentimiento: todavía seré venerado como santo en todo el mundo». Su amable espíritu caballeresco logró siempre reanimar a los prisioneros, reducir al orden a elementos díscolos y arreglar pacíficamente las desavenencias surgidas entre ellos (2 Cel 4).

No cabe duda que estas tres cualidades de carácter que acabamos de examinar: pureza de costumbres, menosprecio de los bienes materiales e inclinación caballeresca a todo lo grande y perfecto, hacían al joven Francisco muy apto para la profesión de la vida evangélica, que presupone en quien la abraza pureza de corazón, que exige el despojo de todo lo terreno y que por lo mismo es cosa de sólo almas heroicas.

Sin embargo, antes de que Francisco pudiera abrazar esta profesión de vida, era preciso remover dos poderosos obstáculos que se le oponían en el camino: el apego del joven a la alegría mundana y a las glorias de la caballería terrena. Luego veremos, en otro capítulo, cómo Cristo cambió el ideal de caballería terrena de Francisco en una espiritual. Ahora, para esbozar el cuadro psicológico de su conversión, vamos a ver cómo bajo el influjo de la gracia se apagaron sus ansias de placeres y alegrías de los sentidos.

A decir verdad, los desvaríos de los sentidos no podían satisfacer la personalidad de Francisco enriquecida de tan grandiosas prendas naturales. La seriedad de la vida, que durante su cautiverio se había juntado con su alegre natural, fue haciendo valer cada vez más sus derechos. Luego se añadió a eso una larga enfermedad, que sacudió a Francisco corporal y espiritualmente. Cuando por fin siendo de edad de unos 23 años sanó de dicha enfermedad y por primera vez abandonó su casa apoyado en un bastón, ya el mundo había perdido para él su antiguo encanto. Ni la hermosura de los campos y viñedos ni los encantos del paisaje que le rodeaba tenían para él atractivo alguno. Le parecía que todo había cambiado por completo, porque en su interior había tenido lugar una grande transformación.

Admiróse de esta mudanza de las cosas, y apenas hubo recobrado sus fuerzas se empeñó en huir de las manos de Dios (1 Cel 3-4). Llena su cabeza de planes terrenos, partió poco después para Apulia en busca de aventuras (1 Cel 5; TC 5). Pero a medida que se alejaba de su patria iba también volviéndose más pensativo, y apenas había traspuesto los límites de Espoleto, cuando de pronto oyó la voz de Dios, que le mandaba tornar a Asís, donde se le mostraría lo que debía hacer. La orden divina era tan terminante, que Francisco volvió sin tardar (TC 6).

Cuando llegó de nuevo a casa, sus amigos le instaron nuevamente a que dispusiera una fiesta juvenil, a lo cual accedió Francisco aunque con alguna vacilación. Y los turbulentos jóvenes, después de una opípara cena, recorrieron cantando las calles de Asís, como lo habían hecho antes con tanta frecuencia. Francisco, con el cetro en la mano como rey de la juventud, iba siguiéndoles a cierta distancia, silencioso y ensimismado, cuando de pronto fue visitado por el Señor y se sintió lleno de tan grande dulzura de espíritu, que abstraído a todo cuanto pasaba en su derredor no podía hablar ni seguir andando (TC 7).

Desde aquel momento se hizo más reflexivo y más interior; comenzó a sentir hastío de sí mismo y de todo lo que hasta entonces había amado, aunque poco a poco, porque todavía no estaba del todo libre de la vanidad del mundo. Pero se fue retirando cada vez más del tráfago mundano, buscaba el trato con Dios y casi diariamente se dirigía a una solitaria cueva situada fuera de la ciudad, para dedicarse a la oración, impulsado a ello por un poder irresistible y atraído por la dulzura divina que en ella se le comunicaba (TC 8; 1 Cel 6). Pero al mismo tiempo sufría lo indecible, porque no acababa de entender con claridad su nueva vocación. Unos pensamientos tras otros y unos planes tras otros surgían y se agitaban en su corazón; los sopesaba, los aprobaba o rechazaba. Su interior se abrasaba en fuego divino, y ardía en santas resoluciones para el porvenir y en un vivo dolor sobre su vida pasada (1 Cel 6). Lo único que llegaba a comprender era que debía renunciar completamente al mundo y entregarse todo al servicio de Dios. Eso era todo lo que sabía.

Finalmente, a la edad de 25 años (1 Cel 2), cierto día que con gran confianza había implorado nuevamente la misericordia de Dios, el Señor le manifestó lo que debía hacer, y fue tanto el júbilo que esto le causó, que ya no podía ocultar su conmoción interior. Verdad es que al hablar de su dicha lo hacía sólo en imágenes y figuras, de modo que las gentes creían que estaba soñando en un precioso tesoro que esperaba encontrar o que abrigaba el propósito de tomar esposa. «Quienes le oían -escribe Celano- pensaban que trataba de tomar esposa, y por eso le preguntaban: "¿Pretendes casarte, Francisco?" A lo que él respondía: "Me desposaré con una mujer la más noble y bella que jamás hayáis visto, y que superará a todas por su estampa y que entre todas descollará por su sabiduría". En efecto -advierte el biógrafo-, la inmaculada esposa de Dios es la verdadera Religión que abrazó, y el tesoro escondido es el reino de los cielos, que tan esforzadamente él buscó; porque era preciso que la vocación evangélica se cumpliese plenamente en quien iba a ser ministro del Evangelio en la fe y en la verdad» (1 Cel 7; cf. TC 7).

Ahora veía ya con claridad el bosquejo de su futura vocación. Pero el cómo debía interpretarlo y llevarlo a cabo era todavía un misterio. Casi tres años habían de pasar aún (1 Cel 21) hasta que ese misterio quedara completamente esclarecido. Entre tanto Francisco se esforzaba con ardor por traducir en hechos las ilustraciones que ya había recibido, despojándose de todo lo terreno, procuraba aprovechar continuamente toda nueva luz que le venía de lo alto para irse aproximando a la vocación que Dios le había señalado. Los más antiguos biógrafos describen minuciosamente las diversas etapas de la evolución por que pasó Francisco en los años siguientes (1 Cel 8-21; TC 8-25). El mismo Francisco, al principio de su Testamento, nos da una idea sucinta de las mismas con estas palabras:

«El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo. Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo. Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos... Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó».

Con llanas y sencillas palabras traza aquí Francisco el proceso de formación de un hombre nuevo. Su natural misericordia se convierte, bajo la dirección de Dios, en ejercicio de caridad heroica; este ejercicio de heroica caridad para con los leprosos le lleva a profundizar y hacer más interior toda su vida religiosa, lo cual se manifiesta en ese filial respeto y esa prontitud de servir a las iglesias, a los sacerdotes y al Santísimo Sacramento. Por fin su vida religiosa acaba de profundizarse y hacerse interior, cuando Dios mismo se hace el guía de Francisco y le enseña que levante el edificio de su vida y de su orden sobre el fundamento de toda perfección, sobre el Evangelio del Redentor.

II.- El 24 de febrero de 1209, estando Francisco oyendo misa en la Porciúncula, oyó leer el pasaje del Evangelio en que Jesús envió a sus Apóstoles a predicar. Después hizo que el sacerdote le expusiera más minuciosamente ese Evangelio. El sacerdote se lo explicó punto por punto; y cuando Francisco oyó que a un discípulo de Cristo no le es lícito poseer oro ni plata ni cobre, ni llevar bolsa ni alforja ni báculo para el camino, ni tener zapatos ni dos vestidos, sino que debe predicar el reino de Dios y la penitencia, se alegró grandemente en espíritu y exclamó: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica». Al punto se quitó los zapatos, lanzó el bastón que llevaba en su mano, tomó una cuerda en vez del cinturón de cuero y se hizo un vestido de tela burda, grabando sobre él la señal de la cruz. También se esforzó en cumplir con el mayor esmero y con el más profundo respeto todo lo demás que había oído en aquella misa, «pues -añade su biógrafo- nunca fue oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza» (1 Cel 22; cf. TC 25; LM 3,3-4).

Pocas semanas después se le juntaron los primeros compañeros, Fray Bernardo de Quintavalle y Fray Pedro Cattani. Para convencerse de que también ellos, y con ellos toda la sociedad que fuera formándose, debían abrazar la profesión de vida evangélica, mandó Francisco que por tres veces seguidas abrieran al acaso el libro de los Evangelios, y las tres veces se encontraron con el Evangelio de la misión de los Apóstoles. Vio en ello una disposición de Dios, y vuelto a sus discípulos les dijo: «Hermanos, ésta es nuestra vida y regla y la de todos los que quisieran unirse a nuestra compañía. Id, pues, y obrad como habéis escuchado». Esto sucedió el 16 de abril de 1209, fecha de la fundación de la Orden franciscana. «Abandonadas todas las cosas -añaden los Tres Compañeros-, se vistieron los dos el mismo hábito que hacía poco había vestido el Santo después de dejar el hábito de ermitaño; y desde entonces vivieron unidos según la forma del santo Evangelio que el Señor les había manifestado. Por eso, el bienaventurado Francisco escribió en su Testamento: "El mismo Señor me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio"» (TC 29; cf. 1 Cel 24; 2 Cel 15).

Luego que Francisco hubo reunido once Discípulos y alcanzado con ellos el número de los doce Apóstoles, se dirigió con ellos a Roma para hacer que su método de vida fuese aprobado por la Iglesia (1210). En esta ocasión se puso bien de manifiesto la claridad y seguridad con que Francisco desde el primer momento había abrazado el ideal evangélico, y la energía y firmeza con que supo mantenerlo. A todos los reparos que le opuso su Protector, el piadoso e influyente Cardenal Juan Colonna de San Pablo, daba él invariablemente la misma respuesta, a saber, que él había sido llamado por ordenación divina a vivir según el Evangelio. Por fin el Cardenal se presentó a Inocencio III y le dijo: «He encontrado un varón perfectísimo que quiere vivir según la forma del santo Evangelio y guardar en todo la perfección evangélica, y creo que el Señor quiere reformar por su medio la fe de la santa Iglesia en todo el mundo» También el Papa, después de experimentar la invencible constancia del Santo varón, dio su asentimiento y aprobó de viva voz la Regla de la nueva Orden (TC 48; cf. 1 Cel 32ss; 2 Cel 16ss).

Esta primitiva Regla franciscana no ha llegado desgraciadamente hasta nosotros. Sabemos sin embargo que constaba únicamente de un pequeño número de textos evangélicos, a los cuales Francisco añadió algunas instrucciones, que eran indispensables, según lo afirma él mismo: «El Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó» (Testamento). Tomás de Celano precisa esa noticia diciendo: «Viendo el bienaventurado Francisco que el Señor Dios le aumentaba de día a día el número de seguidores, escribió para sí y sus hermanos presentes y futuros, con sencillez y en pocas palabras, una forma de vida y regla, sirviéndose, sobre todo, de textos del santo Evangelio, cuya perfección solamente deseaba. Añadió, con todo, algunas pocas cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente» (1 Cel 32; cf. TC 51). San Buenaventura hace resaltar aun con más claridad, que la observancia del santo Evangelio era el fundamento inconmovible de esta primitiva Regla franciscana, y que sólo se hicieron algunas pocas adiciones, que parecían necesarias para la uniformidad en la vida común (LM 3,8). Cuáles precisamente fueran aquellas prescripciones, no lo sabemos; lo que hay de cierto es que entre los textos evangélicos que formaban la parte principal de la Regla primitiva, se encuentran los pasajes en que Cristo enviaba a sus discípulos a predicar penitencia y el reino de los cielos, y aquellos en que les imponía la perfecta pobreza y renuncia del mundo (1 Cel 22; TC 29).

Estas brevísimas constituciones eran suficientes para los primeros tiempos, en que el número de discípulos era pequeño y reducido su campo de acción. Pero a medida que la sociedad se iba desarrollando, se hacía también más urgente la necesidad de ampliar y transformar esas ordenaciones. Ya en el primer Capítulo de Pentecostés (1212) se discutieron y admitieron algunas adiciones para que «guardaran fielmente el santo Evangelio y la Regla que habían prometido» (TC 57). Cosa parecida sucedió en los demás capítulos durante los diez primeros años de la Orden. El Cardenal Jacobo de Vitry refiere en términos generales que los Frailes se reunían cada año en un lugar para alegrarse juntos en el Señor y comer juntos, y para componer y promulgar, con el consejo de santos varones, sus santas constituciones, que eran aprobadas por el Papa (Carta de 1216).

Finalmente, en el Capítulo de Pentecostés de 1221, presentó Francisco una Regla revisada, dividida en 24 capítulos más o menos largos. En ella aparecían ordenadas y reducidas a un solo cuerpo todas las prescripciones de años anteriores que aún estaban en vigor, con algunas nuevas que se hacían necesarias.

Pero sin embargo para nada se tocó ni cambió el fundamento evangélico de la Regla. Al contrario, quiso Francisco que Fray Cesáreo de Espira, que era buen conocedor de las Sagradas Escrituras, demostrase que cada precepto de la Regla correspondía al Evangelio, confrontando los textos y registrándolos en la Regla (Giano, Crónica 15). Por eso también al frente de la Regla estaban aquellas significativas palabras: «Ésta es la vida del Evangelio de Jesucristo, que el hermano Francisco pidió al señor Papa que se la concediera y confirmara; y él se la concedió y confirmó para sí y para sus hermanos, presentes y futuros» (1 R Pról.). El conjunto de preceptos y amonestaciones que vienen a continuación es considerado simplemente como una instrucción para la mejor observancia de la vida evangélica: «La regla y vida de estos hermanos es ésta, a saber, vivir en obediencia, en castidad y sin propio, y seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1). Hacia el fin de la Regla Francisco advierte nuevamente: «Guardemos, pues, las palabras, la vida y la doctrina y el santo Evangelio» de Jesucristo (1 R 22).

Con todo, aún no se había dado la última mano a la Regla de la Orden. Al ser puesta en práctica desde 1221, se vio la necesidad de cambiar algunas de las normas, añadir otras y abreviar y reducirla a un todo uniforme. Para eso Francisco, acompañado de Fray León, su confesor y secretario, y de Fray Bonizo, docto jurista de Bolonia, se trasladó a Fonte Colombo, donde después de haberse preparado durante cuarenta días por medio de la oración y del ayuno, hizo escribir la Regla definitiva, según se lo inspiraba el Espíritu Santo (LM 4,11; EP 1). Después de escribir cada uno de los capítulos el Santo acudía de nuevo al Señor a consultar con Él en fervorosa oración, para asegurarse más y más de que todo estaba en perfecta conformidad con el Evangelio (EP). Para hacer resaltar con claridad el carácter evangélico del conjunto y recordar expresamente a sus Frailes que ellos, en virtud de su profesión, estaban obligados a guardar el Evangelio en toda su perfección (EP 3), puso al principio y fin de la Regla esta solemne declaración: «La Regla y vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo... Firmemente hemos prometido guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1 y 12).

Sin embargo, como algunos Ministros Provinciales se escandalizaran de ciertos preceptos de la Regla, por creerlos superiores a las fuerzas humanas, y como Francisco estuviera trabajando solícitamente por obtener del Papa la deseada aprobación de la Regla, lo cual sucedió el 29 de noviembre de 1223, el Santo tuvo la siguiente visión: Le parecía estar recogiendo del suelo unas pequeñísimas migajas de pan para darlas a sus Frailes. Como temiera repartir unas migajas tan pequeñas por miedo a que las partículas se le cayeran de las manos, oyó una voz que le decía de lo alto: «Francisco, haz con todas las migajas una hostia y dala a comer a los que quieran comerla». Hizo el Santo como se le había dicho, y cuantos no la recibían devotamente o, recibida, tenían a menos el don, aparecían después notoriamente tocados de lepra. A la mañana siguiente, doliéndose el Santo de no poder descifrar el misterio de la visión, la refiere a los compañeros. Pero poco más tarde, permaneciendo él en vela en oración, se le dio a oír del cielo esta voz: «Francisco, las migajas de la noche pasada son las palabras del Evangelio; la hostia es la Regla; la lepra, la maldad» (2 Cel 209; cf. LM 4, 11).

Por eso estuvo durante toda su vida inflamado del más ardiente celo por la Regla y continuamente recomendaba a sus discípulos su observancia diciéndoles con frecuencia: «La Regla es el libro de la vida, esperanza de salvación, médula del Evangelio, camino de perfección, llave del paraíso, pacto de alianza eterna. Quería que la tuvieran todos, que la supieran todos y que en todas partes la confirieran con el hombre interior para razonamiento ante el tedio y recordatorio del juramento prestado. Enseñó que había que tenerla presente a todas horas, como despertador de la conducta que se ha de observar, y, lo que es más, que se debería morir con ella» (2 Cel 208).

Según esto, el ideal de Francisco era pues vivir "según el Evangelio", "según la forma del santo Evangelio", "según la perfección del Evangelio". Lo que Francisco entendía bajo estos términos se desprende ya suficientemente de lo que llevamos expuesto y las Reglas de la Orden lo expresan además de propósito. Ya la primitiva Regla franciscana se componía sustancialmente de las siguientes frases: «Ésta es la vida del Evangelio de Jesucristo, vivir en obediencia, en castidad y sin propio, y seguir las enseñanzas y ejemplos de nuestro Señor Jesucristo, que ha dicho: "Si quieres ser perfecto, ve y vende cuanto tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven, sígueme" (Mt 19,21). Y en otro lugar: "Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24). Y además: "Si alguno quiere venir a mí, y no odia a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a su propia vida, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,26). "Y todo el que por mi amor abandona padre o madre, hermanos o hermanas, mujer o hijos, casas o campos, recibirá el ciento por uno y poseerá la vida eterna" (Mt 19,29)» (V. Kybal).

Lo mismo aparece de nuevo literalmente en la Regla de 1221 y, en extracto, en la Regla "bulada" de 1223.

Así pues, los Frailes están obligados a cumplir resueltamente y en todas sus partes las exigencias impuestas por el Salvador a sus Apóstoles y a todos sus discípulos que son llamados a la perfección evangélica. Y si los franciscanos estaban obligados a llenar esas altísimas exigencias, es evidente que con tanta mayor razón debían también guardar los demás preceptos del Evangelio. Por eso con razón designaba Francisco a los suyos con el nombre de "varones evangélicos" (TC 51).

No contento Francisco con haber obligado a sus Frailes a guardar la forma de vida evangélica, ya en 1212 procedió a fundar la rama femenina de la Orden, la Orden de Damas pobres o Clarisas (1 Cel 18-20; TC 60). También a éstas las obligó a observar, en cuanto fuera posible, el Evangelio según el ejemplo y bajo la dirección de los frailes. La primitiva fórmula de vida, que Francisco propuso para ellas, contenía sólo una frase, pero una frase muy significativa: «Ya que por divina inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos» (FVCl).

Mas ni aun con esto quedó satisfecho el varón evangélico. Así como él con sus discípulos practicaba y predicaba el Evangelio o, como él decía, la "penitencia", así reunió también en una Tercera Orden a los seglares de ambos sexos que querían imitar en cuanto fuera posible la vida franciscana según el Evangelio; y según el testimonio de los Tres Compañeros y de San Buenaventura, pronto hubo muchos hombres y mujeres casados que, dentro de su propia familia, hacían "penitencia" bajo la dirección de los frailes, por lo cual Francisco los llamó hermanos de penitencia: Fratres de poenitentia (TC 60; LM 4,6).

Así pues, todo el movimiento franciscano es un movimiento eminentemente evangélico. Francisco, por medio de sus tres Órdenes, quería volver toda la Cristiandad a la más pura observancia del Evangelio (1). Pero antes que nadie los Hermanos Menores debían no sólo predicar el Santo Evangelio a todo el mundo, sino también observarlo en toda su perfección; esto quería Francisco, éste fue el supremo ideal de toda su vida.



III.- Comprendido de esa manera, comprendido de una manera tan clara y profunda, tan valiente y viva, era este ideal una cosa completamente nueva y peculiar de San Francisco.

Lo nuevo y característico de su ideal no consistía en considerar el Evangelio como norma y regla de la vida cristiana y de la perfección moral. Ningún cristiano y menos un fundador de Orden religiosa ha podido jamás pensar de distinto modo. Todo cristiano está obligado a cumplir la ley moral del Evangelio. El religioso promete además guardar también los consejos evangélicos de obediencia, pobreza y castidad, y por ello se distingue de los demás cristianos, como los Apóstoles se distinguían de los demás discípulos de Cristo. Por eso los Padres de la Iglesia no tienen reparo en afirmar que la vida religiosa es la verdadera, la única vida evangélica y apostólica. Verdad es que esta sublime idea del estado religioso se oscureció en gran manera más tarde, debido al aseglaramiento y relajación siempre crecientes de la vida eclesiástica; pero pronto volvió a brillar con nuevo resplandor en la época de las Cruzadas. Poco tiempo antes de aparecer San Francisco, Ruperto de Deutz (muerto hacia 1130) y San Bernardo de Claraval ( 1153) habían escrito llenos de entusiasmo sobre el carácter apostólico del monaquismo y de las reglas monásticas.

Con todo, ningún fundador de Orden religiosa antes de Francisco había fundado su regla sobre el Evangelio, y obligado expresamente a sus discípulos a la guarda del Evangelio en el más estricto y amplio sentido de la palabra. Ni San Pacomio y San Basilio en Oriente, ni los fundadores francos e irlandeses de principios de la Edad Media habían señalado semejante fin a sus monjes. Las dos famosas reglas monásticas, que estaban exclusivamente en uso a principios del siglo XIII, la benedictina y la llamada agustina (2), tampoco ponen al Evangelio como tal por fundamento de la vida monástica. En ninguna parte hacen mención de que la Orden está fundada sobre el Evangelio o de que los religiosos en virtud de su profesión están obligados a guardar el Evangelio e imitar el modo de vivir de los Apóstoles. Al contrario, excluyen de plano de sus Órdenes ocupaciones muy importantes de la vida evangélica o apostólica. Recuérdese por ejemplo de un lado la stabilitas loci o voto que hacían las antiguas Órdenes de vivir siempre en un mismo monasterio, y de otro lado el apostolado de la predicación y las misiones.

Por eso Francisco rechazó resueltamente insinuaciones que se le hicieron de tomar préstamos a esas reglas religiosas. Como alguien le propusiera que al menos en alguno u otro punto las tomara por modelo, respondió: «Hermanos míos, hermanos míos... no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio» (EP 68; cf. 1 Cel 32-33). Ni siquiera quiso acceder a los deseos de Santo Domingo, que quería juntar en una sola Orden los dos Institutos de Mendicantes, que acababan de fundarse, el de Frailes Menores y el de Frailes Predicadores, íntimamente ligados entre sí (cf. 2 Cel 150; EP 43).

Francisco tenía conciencia de que su fundación no era una familia o variedad de otra Orden religiosa, sino que era realmente una creación nueva. Y porque creía que ésta tenía su origen en una revelación divina, la mantuvo firme con todas las fibras de su corazón, de modo que por nada de este mundo hubiera consentido en recibir influencias extrañas (Testamento; 2 Cel 15; AP 10; TC 29; LM 4,11; EP 68). A la hora de la muerte alabó todavía la forma de vida evangélica que durante toda su vida había practicado y la prefirió a cualquier otro instituto: «Habló largo -escribe Celano- sobre la paciencia y la guarda de la pobreza, recomendando el santo Evangelio por encima de todas las demás disposiciones» (2 Cel 216). Siempre estuvo solícito por conservar en toda su pureza y calor ese ideal recibido del cielo. Cuanto tenía de humilde, dulce y condescendiente, tanto tenía de inexorable cuando se trataba del alma, de la esencia, de la individualidad de su fundación; cuando se trataba del carácter evangélico de su Orden.

En esto consistió y consiste todavía la importancia de San Francisco en la historia universal: en haber comprendido, guardado y realizado plenamente ese ideal característico de su Orden. La regeneración del Evangelio y de la primitiva Iglesia, eso es lo que el mundo contemporáneo admiró en el Pobrecillo de Asís. Todos los biógrafos que han escrito su vida y todos los cronistas que en breves líneas han dado cuenta de su aparición, siempre han puesto de relieve como su mérito esencial el haber vuelto de nuevo el mundo al Evangelio por medio de su vida y de su Orden. Tomás de Celano resume su característica con estas breves palabras: «Era preciso que la vocación evangélica se cumpliese plenamente en quien iba a ser ministro del Evangelio en la fe y en la verdad... La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio» (1 Cel 7 y 84). El elogio que le dedican los Tres Compañeros expresa con tanta brevedad como precisión que fue un perfecto observador del Evangelio e imitador de los Apóstoles: «A los veinte años de haberse unido totalmente a Cristo en el seguimiento de la vida y huellas de los Apóstoles, el varón apostólico Francisco voló felicísimamente a Cristo» (TC 68). Y el Prior agustino, Walter de Gisburn refiere: «Muchos nobles y plebeyos, clérigos y legos iban en pos de este bienaventurado Francisco y seguían sus pisadas. El santo Padre les enseñaba a cumplir la perfección evangélica, a soportar la pobreza y a marchar por el camino de la santa simplicidad. Escribió también una regla evangélica para sí y para sus hermanos».

El Cardenal Jacobo de Vitry, uno de los más sabios y piadosos varones de aquel tiempo, escribe así bajo la impresión producida en él por su trato personal con Francisco y sus hijos: «Por aquellas tierras (de Umbría) hallé, al menos, un consuelo, pues pude ver que muchos seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abadonándolo todo por Cristo. Les llamaban Hermanos Menores... Esta Religión se está multiplicando mucho por todo el mundo, porque busca expresamente imitar la forma de la Iglesia primitiva y llevar en todo la vida de los Apóstoles... Ha querido el Señor en estos tiempos añadir a las tres ya mencionadas Religiones de ermitaños, monjes y canónigos regulares una cuarta institución religiosa, la hermosura de una Orden y la santidad de una Regla. Aunque, a la verdad, si bien se considera el estado y el orden de la primitiva Iglesia, hay que decir, más bien, que el Señor no ha añadido propiamente una Regla nueva, sino que ha restaurado la antigua (es decir, la evangélica). Ha hecho revivir de nuevo la religión que yacía por tierra y casi muerta, a fin de aprestar nuevos atletas para los peligrosos tiempos del Anticristo y fortificar la Iglesia por medio de esos baluartes. Tal importancia tiene verdaderamente la Orden de predicadores que nosotros llamamos Hermanos Menores. Éstos con tan ardiente celo trabajan por renovar la religión, la pobreza y la humildad de la iglesia primitiva, y por sacar las puras aguas de la fuente evangélica con sed y ardor de espíritu, que no contentos con cumplir los preceptos siguen también los consejos evangélicos e imitan así con toda exactitud la vida apostólica... Esta es la santa Orden de los Hermanos Menores y la admirable sociedad de aquellos varones apostólicos que el Señor ha suscitado en estos últimos tiempos».

Los mismos Dominicos consideran a la Orden franciscana como la única Orden que propiamente está obligada a guardar el Evangelio en toda su perfección. El General de los Dominicos, Humberto de Romana, a mediados del siglo XIII se expresa sobre el particular en estos términos: «El bienaventurado Francisco quiso que los Frailes Menores observaran el Evangelio con toda perfección. Procuran guardarlo no sólo en cosas que son fáciles, sino también en las difíciles, como es aquel consejo: Si alguno te hiere en una mejilla, preséntale también la otra, para ser así perfectos observadores del Evangelio».

Así, pues, la vuelta al Evangelio aparece a esos testigos como la grande acción de San Francisco. Ciertamente la Cristiandad creía en el Evangelio del Señor; pero muchas veces le faltaba la inteligencia y la práctica del mismo. Así entre las creencias y la vida fue abriéndose en todas las clases de la sociedad un inmenso abismo, de lo cual se quejaban de continuo los hombres mejores de aquel tiempo. Pero lo peor era que la mayor parte ni se daban cuenta siquiera de ese abismo. Ya no sentían lo que tiene de grande y peculiar el Evangelio, acostumbrados como estaban a lo habitual y rutinario. Al contrario, en Francisco cada línea del Evangelio se convierte en una realidad viviente.

Cada una de las palabras se grababa en su alma con inmediata viveza y penetración. Y apenas la había leído u oído, trataba al momento de ponerla por obra. No se preguntaba si aquella palabra evangélica contenía un precepto o sólo un consejo, si fue dicha para todos los hombres o sólo para algunos, si había sido dada para siempre o sólo para los tiempos apostólicos, si contenía una imagen o parábola o al contrario un acontecimiento real; éstas y semejantes cuestiones exegéticas le eran desconocidas. Él escuchaba la palabra de Dios y la entendía y cumplía a la letra, a no ser que las circunstancias hicieran imposible su cumplimiento.

Lee: «Da a todo el que te pide» (Lc 6,30), y enseña a sus discípulos que den a los pobres que les piden limosna, el capucho o la mitad de su hábito, si ocurriere que no tienen otra cosa que dar (TC 44; 1 Cel 17). Lee: «Si alguno quiere quitarte la túnica, déjale también el manto» (Mt 5,40), y se deja arrancar el hábito sin oponerse siquiera con una palabra (cf. TC 10). Lee: «Comed lo que os pongan delante» (Lc 10,8), y permite a sus frailes que coman de todo lo que les presenten, conformándose así al Evangelio y poniéndose en oposición con las leyes de abstinencia existentes en todas las Órdenes religiosas (2 R 3). Lee que los Apóstoles al entrar en una casa debían decir: «Paz sea en esta casa» (Mt 10,12), y manda a sus frailes que nunca entren en una casa sin dirigir ese saludo (2 R 3), y con este saludo comienza sus sermones (1 Cel 23; LM 3,2), y en su Testamento recuerda todavía: «El Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz».

Estas y otras palabras del Salvador, que él conocía de oír o leer diariamente el Evangelio (3), tomó por norma de su conducta, «pues nunca fue oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza» (1 Cel 22). Con una sencillez conmovedora y con heroica inflexibilidad vivió Francisco el Evangelio ante los ojos del mundo. Éste fue el secreto de su grande influencia sobre el siglo franciscano.

Sólo esto explica también el entusiasmo por San Francisco, que ha vuelto a despertarse en nuestro tiempo. Seguramente que nunca desde el siglo XIII se ha mostrado tan general interés y tanta actividad por el Pobre de Asís. Los últimos decenios han producido una verdadera inundación de literatura sobre San Francisco. Hombres de todos los campos y de todas las confesiones se interesan por las cosas franciscanas. Este entusiasmo podrá ser motivado en muchos por la moda o por el sentimentalismo decadente de los tiempos modernos, en otros por una apreciación del todo inexacta, anticatólica, de la personalidad y de los fines del Poverello. Mas con todo la causa principal de este entusiasmo franciscanista está sin duda en el ideal y en la vida evangélica de San Francisco; el motivo que lo impulsa es el anhelo que sienten las almas de recogerse dentro de sí mismas y educarse, en conformidad con el Evangelio. Si se estima tanto a Francisco es porque ningún hombre desde el tiempo de los Apóstoles ha tomado tan en serio la vida evangélica.

Sólo eso, esa vida genuinamente evangélica ha dado al Seráfico un valor y una fama universal; sólo ella asegura a la Orden franciscana su proverbial popularidad y su inagotable importancia. Si esta Orden quiere ser la sal de la tierra, según la voluntad de su Fundador, debe en todo tiempo mantener en alto y verificar aquella divisa: «La Regla y vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1).

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NOTAS:

1) Hoy está generalmente abandonada la opinión, sostenida por Renan, Voigt, K. Müller, Sabatier, P. Mandonnet, de que Francisco en un principio no quiso fundar una Orden eclesiástica, sino sólo una cofradía abierta a todos. Esta opinión partía, sin embargo, de una idea verdadera, a saber: que el Instituto fundado por San Francisco no debía encerrarse en el marco ordinario de una orden monástica, sino penetrar en todas las clases de la sociedad y "evangelizarlas" a todas. La Iglesia en todos tiempos y últimamente Benedicto XV (Encícl. Sacra propediem de 6-I-1921) han acentuado esta misión de la Orden franciscana, que se extiende a todo el mundo.

2) Por más que eran muy numerosos entonces los monasterios y las Congregaciones monásticas, sin embargo no había más que dos Reglas y dos grandes familias religiosas. Los monjes propiamente dichos (benedictinos, cluniacenses, cistercienses o bernardinos, cartujos, etc.) profesaban todos desde el siglo VII la Regla de San Benito; las Congregaciones de ermitaños y los clérigos que vivían en comunidad adoptaron desde el siglo XII la Regla de San Agustín, que entonces acababa de ser compuesta, entresacada de las obras del gran obispo de Hipona. Por eso fueron llamados agustinos ermitaños y canónigos agustinos o también clérigos regulares.

3) Fray León, en una nota manuscrita que puso en el Breviario que había recibido de San Francisco y que hoy se conserva aún en Asís en la basílica de Santa Clara, asegura que el Santo todos los días y hasta su muerte se hacía leer el Evangelio del día, cuando no le era posible asistir a la misa (BAC, p. 974). Estando para morir, mandó traer el libro de los Evangelios y se hizo leer el admirable sermón de despedida que el divino Salvador dirigió a sus discípulos antes de su Pasión (1 Cel 110).

Hilarino Felder, O.F.M.Cap., San Francisco y el Evangelio, en Idem, Los ideales de San Francisco de Asís. Buenos Aires, Ed. Desclée de Brouwer, 1948, pp. 21-40

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